jueves, 20 de diciembre de 2012

Las gafas rojas (cuento)


LAS GAFAS ROJAS


Capítulo 1


En el mundo en el que había nacido Héctor, ver las cosas con todos sus colores se consideraba un grave defecto.
Estaba catalogado como una enfer­medad visual que sólo tenían los niños o, si se era ya mayor, los locos.
Afortunadamente, si se cogía a tiempo, tenía fácil solución: poner unas gafas monocromáticas. Eran éstas unas gafas que limitaban la enorme y descon­trolada variedad de colores a un solo espectro cromático que iba desde los tonos más claros a los más oscuros, siempre dentro de la misma gama, facilitando y simplificando el trabajo de la vista.
La ciencia había avanzado muchísimo y existían gafas de todos los modelos, con diseños para todos los gustos y precios para todos los bolsillos.
Héctor, como todos los niños, tenía ese problema. Y parecía que en él estaba todavía más agudizado. Él veía los colores con una enorme intensidad. Veía colores incluso en circunstancias donde poca gente los veía: en un día gris de lluvia, en la sala de espera de un médico, en un interminable atasco de coches…
Sus padres estaban muy preocupados. Era evidente que en su hijo la enfer­medad era más grave que en otros niños.
Había veces que se quedaba embo­bado mirando cosas con mucho colo­rido, con una absurda cara de felicidad.
Decidieron que no podían esperar más, y pidieron cita urgente con un especia­lista.
- Un poco más y no lo cogemos a tiempo -les dijo el médico después de observar a Héctor-. Han esperado dema­siado, pero tiene solución. Le pondremos como tratamiento de choque unas gafas monocromáticas de grado cuatro y, si vemos mejoría, iremos bajando progresivamente de graduación.
- ¡Grado cuatro! -exclamaron sus padres mientras se miraban asustados- Pero todos los niños que conocemos tienen grado uno o dos.
Estaba claro que su hijo estaba en un estado muy avanzado, puesto que la graduación iba desde el uno (la más suave) hasta cinco (la más fuerte).
- Exactamente. Su hijo ha llegado a un estado en el que está demasiado afectado por la saturación de colores. Ahora mismo necesita un grado cuatro, el cual le limitará mucho el campo cromático. A partir de ahí iremos viendo la evolución… La única pega es que, como ya pueden imaginar, un grado cuatro es más caro que un grado uno.
- No importa -contestó la madre-. Lo único importante es que nuestro hijo se cure.
- ¿Qué opinas, hijo? Gafas nuevas ¿Estás contento? -preguntó el padre a Héctor.
- Pero papá, si yo veo bien -fue lo único que pudo decir el niño.
- Es normal, todos dicen lo mismo, por el temor que les producen las gafas al principio. No se preocupen, se acos­tumbrará… Por si les interesa, dos portales más allá hay una óptica donde les asesorarán perfectamente y les harán un buen descuento si dicen que van de mi parte. Buenas tardes.
- Muchas gracias por todo, doctor.
En el asiento de atrás del coche, volviendo a casa, Héctor parecía muy triste. Miraba por la ventana y veía los colores de los coches, amarillo, verde, rojo, azul… “¿Cómo puedo ver tantos colores? ¿Estaré realmente enfermo?”, se preguntaba.
Sus padres no podían evitar sentir su tristeza. E intentando animarle, le dijo su madre:
- Pero bueno, cómo va a estar triste un chico tan valiente como tú por una tontería como ésta, pero si todo el mundo las lleva. ¿No te acuerdas de tu primo? Él las lleva desde que tenía cinco años y no tiene ningún problema. Y está guapísimo con ellas. Piensa que los niños que aún no las llevan, tarde o temprano se las pondrán y, para entonces, tú ya estarás acostumbrado. ¿No es mejor? Además, cuando seas más mayor, te puedes cambiar de montura o, incluso, poner unas lentillas monocromáticas, lo que prefieras.
Héctor escuchaba sin contestar.
- Mira, hijo -dijo su padre-. A mí tardaron en ponérmelas, porque yo tenía muy poca graduación, pero te aseguro que el día que fui al oculista y me probó unas, entonces vi mucho mejor. Los colores que ves cuando eres pequeño, aunque te parezcan bonitos, son tan vivos que te van agotando la vista y eso precisamente es lo que me dijo el oculista que tenía, la vista cansada. Te aseguro que cuando te las pones y compruebas que puedes ver con mucho menos esfuerzo, te preguntas ¿cómo pude aguantar tantos años con la vista así? Anímate, que va a ser mucho mejor para ti.

Capítulo 2

- Mira. A ver qué te parecen -le dijo su madre a la siguiente semana, dándole una caja roja brillante-. Son las mejores que tenían en la tienda.
Héctor abrió la caja: ¡Ahí estaban! Eran de pasta, como las de su padre, porque ahora se volvía a llevar ese estilo retro. Y los cristales eran de un color rojo intenso. La verdad es que eran chulas.
- ¿A qué esperas? ¡Pruébatelas! -le dijo su padre.
Héctor se las puso. La primera impre­sión fue muy chocante. De repente, todo el universo de colores que había visto hasta entonces se vio reducido a una escala de tonos rojizos. Miró un frutero y comprobó como las frutas que antes eran verdes, amarillas, naranjas, ahora sólo tenían diferentes tonos de rojo, más oscuros o más claros. Sabía que eran manzanas, plátanos y naranjas, pero porque conocía su forma, el color había cambiado.
- Puede que el rojo te choque un poco, pero lo hemos elegido porque es el color que llevamos tu madre y yo. Ya verás cómo te gusta cuando te acos­tumbres ¡Para mí es el mejor!
- Además te queda muy bien y encima hace juego con el jersey de tu cumpleaños -le piropeó su madre.
- El médico nos ha dicho que al principio te las puedes quitar a ratitos si te molestan mucho, pero lo menos posible, hasta que ya no tengas nece­sidad de hacerlo. Esto es muy impor­tante, Héctor, si no podrías volver a recaer. Y ya sabes que las recaídas son peores…
- Anda, ahora vete a la calle, a enseñár­selas a tus amigos.
Al salir Héctor por la puerta, sus padres se quedaron unos segundos mirando hacia ella, con una sensación de desaliento que no podían comprender; y a pesar de ello, se miraron a la cara y se consolaron mutuamente diciéndose: “es lo mejor”.
Mientras andaba por la calle mirando a su alrededor, pensaba “no me gusta nada como se ve, pero tengo que acostumbrarme; cuanto antes lo haga, será mejor”. Estaba mareado y no se sentía bien, pero siguió adelante. Era un niño con mucha fuerza de voluntad.
Llegó a la plaza y se encontró con sus dos mejores amigos en el banco donde quedaban siempre.
- ¡Hala, tío! Que pintas -gritó Jaime.
- ¿Por qué te las han puesto? -le preguntó Luis.
- Empezaba a tener mal la vista y mis padres me han comprado unas -dijo Héctor.
- Oye ¿Y por qué te las han comprado moradas? ¿Es que no las había más feas? -rió Jaime.
- No son moradas, son rojas, como las de mis padres. ¿Es que no ves bien? Esas nuevas que llevas tú sí que son moradas ¡Qué ridículo!
- Mira, tío -le contestó Jaime- Las mías ni son nuevas, ni son moradas; son azules de toda la vida. O sea que vete a tu casa y dile a tus padres que, además de comprártelas en un color tan hortera, encima no ves bien con ellas. Ja, ja, ja.
- ¿Sabes qué? Que yo no fui tan capullo cuando te las pusieron a ti, ni me metí con tu color; o sea, que vete a la… -le gritó enfadado Héctor, mientras se daba la vuelta y se alejaba.
- Héctor, no te enfades -le gritó Luis-. Jaime ha pensado que tus gafas eran moradas porque tu rojo a través de su azul se ve morado y a ti te ha pasado lo mismo ¡Por favor, vuelve!
Pero Héctor y Jaime estaban ya tan enfadados que no oyeron las explica­ciones de Luis.
Luis llevaba unas gafas amarillas de poca graduación, así que todavía era capaz de distinguir aproximadamente cada color y discernir entre ellos.

Capítulo 3


Fueron pasando los meses y Héctor estaba cada vez más acostumbrado a sus gafas.
Sentía que ahora le era más sencillo ver y catalogar las cosas y las personas.
Ahora, dentro de su limitada gama de tonos claros y oscuros, tenía más faci­lidad para ver lo que estaba bien y lo que estaba mal. Ahora sólo había claros, oscuros y tonos medios. Nada que ver con aquella locura de miles de colores que veía antes y que ya empe­zaba a olvidar.
Además, también había hecho nuevas amistades: otros niños con gafas de color rojo. Con ellos se sentía a gusto y protegido, porque veían las cosas de la misma manera que él.
Sus padres estaban contentos, veían que Héctor estaba más integrado, parecía más centrado.
Todo iba bien, pero de vez en cuando se sentía mareado. Le habían dicho que era normal, que formaba parte de la adaptación.
En la siguiente revisión oftalmológica, le dieron a él y a sus padres una buena noticia: le iban a bajar un grado.
- Es posible que la próxima vez se lo bajemos más, pero hay que hacerlo poco a poco, sino correríamos el riesgo de que volviera a enfermar -les dijo el doctor.
- Pero, a veces tengo mareos -le dijo Héctor.
- Entra dentro de lo normal. De todas maneras déjame que te revise las gafas, puede que se hayan desajus­tado.
- Toma, aquí las tienes -le dijo después de unos minutos-. Efectivamente tenían un desajuste que te podía producir algún tipo de molestia. Nos vemos en la próxima cita. Buenas tardes.

La vida de Héctor se fue desarrollando según lo previsto.
Fue a la universidad, después empezó a trabajar, conoció a Jana quién, años más tarde, se convertiría en su mujer. Su carrera profesional siguió evolucio­nando y, en consecuencia, también sus ingresos económicos fueron aumen­tando.
Después de tantos años, ya casi no se acordaba de que llevaba gafas. Es más, ya ni se daba cuenta de cuál era su color; y es que, al no poder compa­rarlo con otros colores, había dejado de ser consciente de él. Ahora sólo era consciente de que veía todo en una escala de claro y oscuro.
Quizás por eso, últimamente tenía la sensación de que ya no se sentía tan cercano como antes a los de color rojo. De hecho, ya casi ni los distinguía.
Ahora sólo veía a la gente como blanca, gris o negra ¡Y el mundo estaba tan lleno de gente negra!
Todo iba bien. Todo menos aquellos extraños mareos que cada vez eran más frecuentes. Cada vez que había ido al oculista a consultarlo había reci­bido la misma explicación: “El problema es que se han vuelto a desajustar sus gafas. Un pequeño retoque y listo”.
Pero lo cierto es que cada vez los ajustes parecían durar menos, porque los mareos volvían antes y con más intensidad.
Estaba cansado de tanto mareo y tanto ajuste, por lo que tomó una decisión. Había visto anunciadas unas gafas monocromáticas de cuarta generación que no necesitaban ajustes y, por lo tanto, prometían el fin de los mareos. El problema es que eran mucho más caras que las que él llevaba.
“¡Qué narices! No puedo estar así toda la vida. Tengo que comprármelas. Además, ¿para qué gano tanto dinero si no me puedo permitir algo que nece­sito?”, se convenció a si mismo.
Un día, al pasar por un escaparate, las vio expuestas. Allí estaban, la solución a su problema. Eran tan bonitas, tan modernas… nada que ver con las suyas. Pero lo más importante es que diría adiós a esos malditos mareos que venía sufriendo durante los últimos años.
- ¿Qué te parecen? -preguntó entu­siasmado a su mujer al llegar a casa.
- Unas gafas nuevas -le contestó ella.
- ¡Qué observadora! Pues sí, son la solución a los mareos que me están haciendo la vida imposible. Creo que son una gran compra ¿Cómo lo ves?
- Veo que, si son la solución a tus problemas, están bien.
“Están bien, están bien… -pensó mientras se ponía el pijama- ¡Cómo puede ser tan insensible! No tiene ni idea de lo que estoy pasando, como ella nunca ha tenido problemas de vista… Pero me da igual, ahora ya tengo la solución” -pensó satisfecho.

Capítulo 4


Pasó el tiempo. Héctor estaba encan­tado. Su problema había desaparecido y se encontraba eufórico.
Jana y él habían tenido un bebé hacía unos meses. Era un niño maravilloso. Estaban felices y todo el mundo a su alrededor se alegraba por ello.
En esos tiempos era costumbre contratar para el recién nacido un seguro que le cubriría en el futuro los gastos de la enfermedad de los colores. Era caro, pero se amortizaba con seguridad; a fin de cuentas todos los niños pasarían por ese problema.
- Tenéis que hacerlo -les aconsejaban-. Es por su bien.
Pero Jana y Héctor decidieron no hacerlo por el momento. “Es dema­siado pequeño, siempre habrá tiempo”.
Cuando Héctor acostaba a su hijo por las noches, mientras veía como se quedaba dormido cogido de su mano, no podía evitar pensar: “¿y si él nunca necesitara gafas? Parece tan sano…”
De repente, un día cualquiera, Héctor se empezó a sentir mal. Empezó a encon­trarse muy mareado. Salió del trabajo y llegó como pudo a su casa. Sólo tuvo fuerzas para llegar a la cama y acostarse.
Cuando despertó seguía igual. Era un mareo mucho más fuerte que los que había tenido con anterioridad. Tenía ganas de vomitar y se encontraba sin fuerzas para nada. Se asustó.
Su familia le convenció para que fuera al médico, a aquel viejo médico que le había atendido toda la vida su problema de vista.

- No queda otra solución más que operar -sentenció el médico después de examinarle a fondo.
- ¿Operar? ¿Por qué? Nunca me he quitado las gafas, siempre he acudido a las revisiones, es más, estas gafas que llevo son lo mejor ¡No lo entiendo!
- La cuestión es que sus ojos no se acaban de adaptar a las gafas y, después de tantos años, eso es bastante preocupante. Ya no es una cuestión de seguir haciendo ajustes. Debemos buscar una solución que sea definitiva.
- ¿Y cuál es esa solución? -preguntó Héctor.
- La implantación de unas lentillas bajo la córnea.
- ¿Implantación? Pero eso sería para toda la vida. Tiene que haber otra solu­ción.
- No hay mucha diferencia con las gafas, también ellas son para toda la vida. Mire, Héctor: con la implantación se acabarán sus problemas de ajuste y de adaptación para siempre, porque no habrá nada que ajustar ni adaptar. Las lentillas irán siempre con usted, día y noche, y se olvidará definitivamente de ellas. Mayor comodidad imposible. Sólo tendrá que tomar unas pastillas para que se mantengan en perfecto estado. ¡Ah, por cierto! Estas lentillas sólo se fabrican en color rosa, un color mucho más agradable que su actual color rojo.
Héctor escuchaba callado, con la mirada perdida, aturdido por el mareo y las náuseas.
- Hable con mi secretaria y ella le dará una fecha lo antes posible. También le dará unas pastillas para que las tome durante el preoperatorio, con el fin de ir preparando sus ojos para la inter­ven­ción. ¡Ah! Y por el dinero no se preocupe… Hacemos financiaciones especiales para clientes de toda la vida. Buenas tardes.
Pasaron varias semanas y Héctor se encontraba cada vez peor. Tenía los ojos fatal y no veía prácticamente nada. Los mareos y náuseas eran insopor­tables. Se pasaba casi todo el día en la cama, sin hacer nada. A duras penas era capaz de tomarse las pastillas.
  
Capítulo 5

Faltaban dos días para la operación. Los mareos le estaban volviendo loco, ya no aguantaba más. Necesitaba salir de su habitación y respirar, necesitaba coger un soplo de vida.
Con la poca fuerza que le quedaba se vistió; cogió sus gafas y las llaves del coche y se metió en el ascensor.
Ni siquiera se dio cuenta de coger unas llaves de casa.
Arrancó el coche. No se encontraba capacitado para conducir pero, a pesar de todo, necesitaba ponerse en marcha. No sabía qué era peor, si ponerse las gafas para conducir o quitárselas. Sin ellas veía mal, con ellas casi peor. Qué más daba.
Cogió la autopista y condujo sin rumbo fijo.
Era una preciosa tarde de primavera. Vagamente recordaba cuando de niño disfrutaba de esa estación del año. Sentía la brisa fresca, el sol tibio en su piel, el olor de las flores, sus radiantes colores… sus colores… Sabía que esas sensaciones estaban allí ahora mismo, entrando por la ventanilla de su coche, pero era incapaz de percibirlas.
Después de una media hora condu­ciendo por la autopista, tomó un desvío y aparcó el coche en la cuneta, al lado de un sembrado. Bajó y comenzó a andar. No quería alejarse mucho pues tenía que volver a casa antes de que anocheciera.
Miró el enorme sol que empezaba a ocultarse detrás del horizonte.
“El sol… tenía un color especial al atar­decer… pero ya no lo recuerdo”
El camino que atravesaba el sembrado llevaba hasta un bosque de árboles altos y frondosos.
El silencio sólo era roto por las ramas que sus pies partían al andar. La luz se iba consumiendo rápidamente. De repente su pierna chocó contra un tronco y cayó al suelo.
Intentó levantarse, pero no pudo; no le quedaban fuerzas. Al fin, se dejó caer exhausto… y se rindió.

Capítulo 6

La luz del amanecer atravesaba sus párpados cerrados adquiriendo un tono anaranjado. Era muy intensa y giró la cabeza para que no le molestase.
- ¿Estás bien? –oyó que alguien le pregun­taba.
Héctor abrió los ojos. Deslumbrado, apenas podía distinguir lo que veía, pero pudo reconocer la silueta de un chico joven, de piel morena, que vestía de manera informal.
- Cierra los ojos -le dijo-. Todavía no están preparados para tanta luz. Nece­sitan tiempo para adaptarse.
- ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado? -preguntó aturdido Héctor.
- Estás en el bosque de las afueras. Te he encontrado aquí, tirado en el suelo, con una herida en la pierna.
Héctor empezó a recordar: “Ya sé, ayer cogí el coche para dar una vuelta y airearme un poco. Lo aparqué y me puse a caminar por el campo hasta que entré en el bosque. Cayó la noche y me perdí. Luego creo que me golpeé con algo y caí al suelo. Me debí quedar dormido. Pero… ¡mi mujer estará asustada! ¡No he dormido en casa! Además, tengo que tomar las pastillas, ¡sólo quedan dos días para la opera­ción! ¡Tengo que volver!”.
“¡Ay!”, gritó al sentir un dolor agudo en la pierna cuando intentaba levantarse.
- Espera, no puedes irte así. Además, ¿qué pastillas? ¿De qué opera­ción me estás hablando?
- Me van a implantar lentillas mono­cromáticas, tengo la vista fatal. Y si dejo de tomar las pastillas, segura­mente tendrán que aplazar la opera­ción.
- ¿Lentillas? ¿Por qué? Yo te veo los ojos bien.
- ¿Bien? No me tomes el pelo. Los tengo ya muy dañados, casi no veo.
- Lo que tú digas, pero yo creo que con un poco de descanso… Por cierto, esto debe ser tuyo -le dijo recogiendo sus gafas rojas del suelo.
- ¡Rotas, maldita sea! Lo que me faltaba.
- Oye, mi casa está aquí al lado. Si te vienes conmigo te invito a un café caliente y vemos cómo podemos curar esa herida ¿Te parece?
Héctor asintió con la cabeza. El chico le ayudó a levantarse y le ofreció su brazo para que se apoyara en él.
Mientras se dirigían a la casa, Héctor miró de reojo al chico.
- Tú no llevas gafas -le dijo.
- No. Las llevé durante mucho tiempo pero decidí que no me hacían falta y me las quité.
- ¿Te las quitaste? ¿Y no pediste opi­nión a ningún médico?
- No. Simplemente sabía que no las necesitaba y dejé de usarlas.
- Pero, ¿ves los colores?
- Todos y cada uno de ellos.
- ¿Y cómo puedes soportarlo? ¿No te molesta?
- En absoluto, los disfruto plenamente.
- Pero los médicos dicen…
- Sí, ya sé lo que dicen los médicos.
Distraído con la conversación, Héctor se había olvidado de que ya llevaba un buen rato sin sus gafas.
Sus ojos recibían tal intensidad de luz y tal variedad de colores que tenía que mantener los párpados casi cerrados para ver por dónde iba.
A pesar de ello, era capaz de distinguir todos los tonos de verde que dibujaban aquel bosque. Casi había olvidado aquel color.
Entonces, y después de mirar varias veces la cara del chico, se atrevió a decirle:
- Te vas a reír, pero veo todo tan verde que hasta tu cara la veo verdosa.
- ¿Verde? La última vez que me miré al espejo tenía un color normal -bromeó el chico-. Creo que lo que te pasa es que, después de tantos años viendo sólo el rojo, ahora que te has quitado las gafas tu percepción de los colores se ha ido al opuesto cromático, es decir, al verde. Creo que, en unas cuantas horas más, tu vista se irá normalizando. Ahí está mi casa, ya hemos llegado.
Era una casa pequeña de madera, rodeada de maceteros con flores. Había varios molinos y veletas de colores que giraban con el viento.
- Pasa, estás en tu casa.
Dentro no había mucho espacio, pero estaba decorada alegremente. El aire fresco de la mañana entraba por las ventanas abiertas, dando una sensa­ción todavía más agradable a la estancia.
- Siéntate en ese sofá. Voy a coger el botiquín.
Héctor le observaba desde el sofá. Ya no le veía la cara verde. Su piel tenía unos tonos sonrosados naturales que le atraían y que nada tenían que ver con los que solía ver con sus gafas. No sabía qué pensar de él, sin embargo aquel chico le transmitía una extraña sensación de tranquilidad.
Siguió mirando a su alrededor. Cada habitación de la casa estaba pintada de un color diferente. Sobre la mesa, un enorme frutero lucía exultante con todo tipo de colores. Incluso las manzanas, de un rojo brillante, le parecían más rojas que nunca.
Estaba admirado con esa nueva sensa­ción, pero no podía evitar tener miedo. Tal cantidad de colores a la fuerza tenían que acabar haciendo daño a sus ojos. Y, sin embargo, le hacían sentirse tan bien…
- ¿Sabes? Tienes razón. Parece que estoy volviendo a distinguir todos los colores. Por ejemplo, esa camiseta que llevas es morada ¿verdad?
- ¡Enhorabuena! Pero… ¿Estás seguro? Podría ser que fuera azul y tú la vieras morada por la deformación de tu vista ¿no?
- No lo creo. Creo que es morada porque estoy viendo otras cosas azules y rojas y son diferentes.
- Muy bien. Veo que se te empieza a aclarar la vista. Sabes, me parece que hace mucho tiempo que no veías el morado de una manera tan clara. ¿Te acuerdas de las gafas moradas de Jaime?
Héctor se quedó callado. No sabía de qué le estaba hablando. Entonces le vino a la cabeza un amigo de la infancia que se llamaba Jaime.
- ¿Conoces a Jaime? ¿Cómo sabes que era mi amigo?
- Claro que le conozco, como también te conozco a ti, Héctor.
Héctor se quedó paralizado. Su mente funcionaba a toda velocidad, buscando una explicación.
- ¿Luis? -preguntó finalmente.
- Sí, Héctor, soy yo ¿Tanto he cambiado?
Héctor no lo podía creer. Su amigo de la infancia Luis. No podía ser. Tenía el aspecto de un chaval de veintitantos años. Desde luego mucho más joven que él. Tenía una expresión tan radiante, una mirada tan brillante…
- Luis ¿Qué ha sido de ti todo este tiempo? Me acordé mucho de ti una temporada, pero después… ¿A qué te dedicas? ¿Vives sólo aquí? Por cierto ¿qué fue de tus gafas amarillas?
- Uf, cuantas preguntas. Sí, llevaba unas gafas amarillas que eran horribles ¿verdad? Desde que te pusieron las gafas rojas, te fui perdiendo como amigo. Tú fuiste haciendo nuevas amistades, con otros gustos, otros juegos; “La pandilla del rojo” os llamaban… Y yo cada vez me sentía más apartado. Decidí que tenía que buscar una solución. ¿Recuerdas que mi padre tenía una óptica? En ella había todo tipo de gafas, de todos los colores y todos los modelos. Pues bien, sin que él se enterara, empecé a probarlas todas. Empecé por el verde, seguí por el naranja, después el azul… Pasé varios años de mi niñez y mi juventud probando todo tipo de gafas. Había colores que me gustaban más y otros que me gustaban menos. Algunos me permitían entrar en grupos de gente más divertida, o más selecta, o más radical… Los quería probar todos, no repetía ninguno. Incluso redacté un listado sobre los pros y los contras de cada uno con el fin de saber cuál era el mejor para mí. Y ¿sabes de lo que me di cuenta finalmente? Pues de que todos tenían una misma característica: todos limitaban la visión de alguna manera. Todos eran, en definitiva, nada más que filtros que impedían ver todo lo bueno que pudieran tener los otros colores.
- Y entonces, ¿qué hiciste? -preguntó curioso Héctor.
- Pues lo que ya habrás adivinado. Decidí que no necesitaba ningunas gafas. Que quería ver todos y cada uno de los colores. Llegué a la conclusión de que había nacido con unos ojos que tenían la maravillosa capacidad de ver todos los colores con los que me rega­laba la naturaleza y que debía disfrutar de esa capacidad y no limitarla. Sí, esa capacidad que los médicos y la sociedad dictaminan como problema o enfermedad. Esa capacidad que nos dijeron que, si se tenía después de la juventud, equivalía a  la locura.
Héctor estaba asombrado. Le parecía increíble lo que estaba oyendo. No podía evitar tener una sensación de admiración hacia Luis, la sensación de que era alguien tocado por un don.
- ¿Y has conocido a otras personas que tengan esa capacidad que tú tienes?
- Estoy convencido que todo el mundo la tiene. Tú mismo la tienes. ¿O es que no te acuerdas de cómo veías los colores de pequeño, de cómo los pintabas, de cómo los disfrutabas, de cómo los sentías? Lo que pasa es que desde el primer día en que te pusieron tus gafas rojas, tu mente empezó a ignorar a los otros colores, se fue acostumbrando poco a poco a no verlos, después a no sentirlos y más tarde a no aceptarlos; hasta que llegó un momento que negaste su existencia, porque ya no recordabas haberlos visto alguna vez.
- Puede que sea así, pero ¿cómo puedo estar seguro de que lo que me está pasando ahora no es más que una recaída de mi enfermedad?
- Eso no te lo puedo asegurar ni yo ni nadie. Ni siquiera tu médico que, por cierto, también utiliza gafas ¿verdad? Sólo tú tienes la capacidad de decir si lo que sientes es real o no; pero hay indicios que te pueden ayudar: piensa en cómo te sientes ahora que has podido ver de nuevo los colores y en cómo te has sentido los últimos años llevando las gafas. Sé que ahora todavía tienes los ojos doloridos y te cuesta ver con claridad; pero, aún así ¿cómo te sientes?
- Sí, es cierto, todavía me duelen los ojos; pero la sensación que tengo ahora no tiene nada que ver con los tremendos mareos que he sufrido los últimos años. Ahora me siento liberado de ellos, siento un bienestar que hacía mucho que no tenía.
- Nadie puede decidir por ti. Tú tienes que elegir si prefieres aventurarte a vivir sin las gafas o volver a la segu­ridad de tu color rojo. Ya he terminado de vendarte la herida ¿Por qué no te tumbas y descansas un poco? Me parece que tus ojos y tu mente ya han trabajado bastante por hoy.
Héctor no tardó en quedarse profun­damente dormido. Necesitaba tanto descansar…

Capítulo 7

 Cuando despertó, Héctor tenía una sensación de calma y bienestar como no recordaba. Una cálida luz amarilla entraba por la ventana e inundaba suave­mente todo el salón. Buscó a Luis con la mirada pero no lo vio. Salió fuera de la casa. Luis estaba allí, sentado en un tronco, mirando al horizonte.
- Buenos días, Héctor, ya era hora. ¿Sabes que llevas durmiendo desde ayer al mediodía?
- ¿Tanto? -contestó Héctor-. Tenías que haberme despertado, tengo que volver a casa.
- Dormías tan profundamente que preferí que despertaras por ti mismo ¿Qué tal tus ojos?
- Aún me molestan, pero me encuentro mejor.
- Siento decirte que eso es completa­mente normal, no esperes que se te pase mañana.
- De todas maneras ¿sabes qué? -le dijo Héctor mientras levantaba la cabeza-. No recuerdo haber visto un cielo tan intensamente azul y luminoso como éste.
Y, mirándolo, se quedaron en silencio durante un buen rato.
- Luis, tengo que irme. Estoy muy bien aquí, pero mi familia estará preocu­pada. La verdad es que no sé qué voy a decirles; cuando me vean llegar sin las gafas van a pensar que estoy peor de lo que creían. No sé si podré conducir mi coche así. Te estaría tan agradecido si me acercaras a casa…
- Héctor, lo haría encantado, pero creo que ese viaje debes hacerlo tú solo. Además ¡no tengo carnet! En la auto­pista, no muy lejos, hay una parada de autobús que te llevará hasta el centro. No te preocupes por el coche, ya volverás a buscarlo.
- Así lo haré, Luis. Me gustaría volver a verte alguna vez para contarte qué tal fue lo de la operación.
- La operación… ¡Ah sí! Ya me había olvidado ¡Como yo te sigo viendo los ojos bien! Ahora vuelve a casa y fíate de tus ojos, seguramente ven mejor de lo que tú te crees. Adiós, amigo.
Y se despidió de él con un fuerte abrazo.

Atravesó sembrados de girasoles de un intenso amarillo y campos pintados de verde y ocre. Llegó a la autopista y cruzó hasta la parada de autobús. Después de quince minutos llegó uno y se subió a él. Se dejó caer en un asiento. Levantó la vista y contempló a la gente: jubilados, estudiantes, traba­jadores… todos y cada uno de ellos con sus gafas, cada unas de un color. Y todos le miraban fijamente.
“Deben estar pensando que estoy loco o algo así, como no llevo las gafas…”, pensó.
Héctor no se molestó por tantas miradas y se dedicó a mirar por la ventanilla.
A lo lejos en el horizonte, las oscuras nubes tormentosas quedaban enmar­cadas por un enorme arco iris.
Al llegar a la estación central se apeó y comenzó a andar hacia su casa.
La gente caminaba a trompicones por las calles, como si su vista no llegara más allá de unos cuantos metros.
Los anuncios publicitarios de las vallas y marquesinas hacían gala de llamati­vos eslóganes: “Cámbiate al verde y te regalamos el segundo par”, “no podrás vivir sin el último modelo de azul”, “piensa en amarillo”, “ya somos seis millones de rojos; y tú… ¿a qué esperas?”
Siguió andando, observando con incre­dulidad la increíble variedad de colores que, durante tantos años, se había perdido.
Por fin llegó a su calle. Al acercarse al portal de su casa vio un grupo de personas entre las que podía distinguir a su mujer con su hijo en brazos, a sus padres, a sus suegros, algún vecino…
- ¡Héctor, gracias a Dios! Pero ¿dónde te habías metido? -gritó su mujer mientras corría hacia él.
Todos se acercaron rápidamente.
-Hijo ¿qué te ha pasado? ¿Y por qué no llevas puestas las gafas? -le pregun­taron sus padres.
Todos le asediaban: “Tienes que tomar cuanto antes las pastillas”, “lo primero que tienes que hacer es comer”, “deberías ir al médico”…
-Esperad un momento -les detuvo Héctor- Ya sé que estabais muy preocu­pados por mí y que teníais miedo de que me hubiera pasado algo; pero ahora soy yo quien debe decidir qué he de hacer.
Hace dos días me encontré muy mal, necesitaba tomar aire y me fui a dar una vuelta. Me perdí en un bosque, me caí y me quedé sin conocimiento toda la noche. Sinceramente, me encon­traba tan mal que parecía que no volvería nunca, que sería el fin. Pero ese fin, con la ayuda de un viejo amigo que me encontró, se ha convertido en el principio de un nuevo camino que he decidido andar por mí mismo.
- Pero ¿de qué camino estás hablando? ¿Andar por ti mismo? Pero si estás enfermo. Lo que tienes que hacer es descansar hasta la operación de mañana.
- Sí, ya sé que estoy enfermo. Pero, por primera vez en mi vida, soy consciente de cuál es mi enfermedad. Y, de lo que estoy seguro, es de que la operación no es la solución.
Todos callaron, sin saber qué decir.
Héctor se acercó a su mujer y cogió a su hijo en brazos. Lo estrechó fuerte­mente y le dijo con cariño:
 “Hijo mío, no sé si algún día me acos­tumbraré a vivir sin las gafas y a ver todos los colores tal como los ves tú ahora. El tiempo dirá. Pero lo que sí sé es que, en lo que a mí respecta, nunca te privaré de esa maravillosa capa­cidad”.

                            FIN


Juan Ramón Díaz Ruiz.

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