martes, 18 de junio de 2013

El Dibujante de Esencias (cuento)













EL DIBUJANTE DE ESENCIAS

1.- TODOS OPINAN

Hasta donde llegaba su memoria, recordaba su afición por el dibujo. Era una habilidad innata, nunca había recibido clases. Se podía decir que era un autodidacta.
Ya desde pequeño, cada vez que Darío se ponía a dibujar, todo su ser se concentraba en su mano y en sus ojos, como si nada más existiera, ni siquiera su mente.
Llegada la adolescencia, un buen día pensó que podía ganarse la vida haciendo retratos en la calle. Retratar las caras de las personas era difícil, es cierto; pero por otro lado le parecía un trabajo libre: podría hacerlo sin horarios, sin jefes a los que obedecer, sólo él sería su propio jefe.
Sí, definitivamente tenía que intentarlo. Una tarde de verano se armó de valor (siempre había sido más bien tímido), cogió su caballete, su cuaderno, sus lápices y un par de pequeños taburetes plegables y se fue a la calle. Se dirigió a la parte más turística de la ciudad y dio un par de vueltas hasta encontrar un sitio donde colocarse.
Eligió el soportal de una antigua plaza, un lugar concurrido pero relativamente tranquilo. Colocó sus útiles de trabajo, desplegó en el suelo cuatro trabajos, ejemplos de su habilidad como dibujante, y se dispuso a esperar a su primer cliente, disimulando una tranquilidad que no tenía.
La gente pasaba, miraba sus dibujos y se iba. Parecía que nadie iba a pararse. Cuando ya estaba pensando en volverse a casa, se acercó una pareja de jóvenes.
- “Venga, anímate”, le decía ella.
- “No me apetece estarme ahí sentado una hora”, respondió él.
- “Anda, hazlo por mí”, insistió ella, con un tono de voz casi irresistible.

-“¿Cuánto cuesta?”, preguntó el chico a Darío.
-“Treinta euros en color, veinte en blanco y negro”, contestó él.
- “Venga, en blanco y negro, y sácame guapo”, respondió el chico sentándose en el taburete.
Darío no sabía por dónde empezar. Nunca se había visto en la situación de tener que ponerse a dibujar fuera de la intimidad de su casa, y encima con el apremio del tiempo.
Comenzó por los ojos que, junto con la boca, son seguramente lo que más representa la expresión de una persona y lo más difícil de dibujar. Empezó a abocetar calculando las distancias y proporciones de la angulosa cara del chico.
Poco a poco, las facciones principales iban tomando forma. La gente que pasaba por allí se detenía, curiosa, detrás de él, para comprobar el parecido. Era una situación incómoda, pero no le quedaba más remedio que acostumbrarse.
Cada uno que se paraba cuchicheaba algún comentario: “está bien, pero la nariz es más grande”, “no está mal, aunque tiene los ojos más separados”, “la boca está pequeña”, “está un poco vizco, ¿no?”, “vaya pedazo de frente le ha puesto”, “las cejas son más gruesas”, “la barbilla es más larga”…
- “¿Pero es que no me van a dejar trabajar en paz?”, pensaba Darío, incómodo ante los continuos comentarios de la gente.
Sin embargo no podía evitar tenerlos en cuenta. Al fin y al cabo él sabía que a veces los otros ven, desde un punto de vista más objetivo, los errores de apreciación que tú cometes.
Esmerándose en corregir de alguna manera esos “errores”, fue terminando el retrato. Podría haber seguido retocando y corrigiendo, pero el modelo estaba mirando el reloj con cara de impaciencia y decidió ponerle fin.
- “No ha quedado mal”, pensó. “Menos mal que corregí esos detalles que comentaba la gente, si no no se le habría parecido tanto”.
- “Ya está”, le dijo Darío, con una mezcla entre orgullo y nerviosismo, y le entregó el dibujo, esperando su reacción.
- “Está muy bien”, dijo el chico, con un rostro que no denotaba demasiada emoción.
La chica sonreía. El pagó los veinte euros, cogió el dibujo y se levantó.
Mientras se alejaban, Darío oyó como la chica le decía en voz baja: “está bien dibujado, pero no eres tú”.
¿Cómo que no era él?, pensó Darío. Pero si estaba clavado. Además, entre su capacidad para copiar un rostro y las pequeñas correcciones que había hecho al oír a la gente, no podía estar mal.
“Bueno, por hoy es suficiente”, se dijo, mientras recogía sus cosas y se ponía en marcha hacia su casa.
Por el camino, no podía quitarse de la cabeza el comentario de ella. No podía entender porqué le había dicho que no era él, ¿quién iba a ser sino? ¿es que no se le parecía?
Pensó en la cantidad de opiniones que había oído mientras hacía el dibujo. Todo el mundo opinaba, sacaba algún pequeño defecto.
“Cuando pinto tranquilamente en casa, sin nadie que me diga nada, siempre me sale bien. Es posible que al intentar corregir todo lo que comentaban me haya pasado en los retoques y, sin darme cuenta, haya estropeado el dibujo”, pensó.
“La próxima vez que dibuje un retrato, no haré caso de los comentarios de la gente”, determinó, mientras metía la llave en la cerradura de su casa.

2. DESEO DE AGRADAR

Al día siguiente, Darío regresó al mismo lugar donde se había colocado la tarde anterior, convencido de que esta vez no se dejaría influir por ningún comentario de la gente. Lo único que quería es que sus clientes se fueran lo más satisfechos posible, y si alababan su trabajo, mejor.
Esta vez fue una familia la que se interesó por su trabajo. Los dos hijos, chico y chica, animaban a su madre a sentarse delante del dibujante.
- No me gustan los retratos, nunca salgo bien” dijo ella.
- “Venga, mujer. Seguro que te saca guapísima”, la animó su marido.
Por fin ella accedió a sentarse, y los chicos y el padre se arremolinaron detrás de Darío con curiosidad.
El rostro de la mujer era bello y natural. Estaba en esa etapa donde la edad, lejos de estropear su rostro, lo hacía más interesante.
“Con las mujeres siempre pasa igual, se ven a sí mismas menos atractivas de lo que son. O sea que perfeccionaré un poco sus rasgos, disimularé las arrugas y eliminaré las pequeñas imperfecciones para que se vea más guapa y quede totalmente satisfecha”, resolvió Darío.
Esta vez le había pedido el retrato en color, lo cual le permitía acentuar el tono de su piel, de sus ojos y labios, de su cabello…
Estaba resuelto a hacer un trabajo fabuloso.
El retrato iba tomando forma poco a poco y, en cada parte que dibujaba del rostro de la mujer, intentaba mejorar un poco sobre lo que veían sus ojos.
Esta vez no oyó (o no quiso oír) los comentarios a su alrededor. Sólo pensaba en agradar a su modelo.

Cuando terminó, no podía contener su satisfacción. La buena base del agradable rostro de la mujer le había servido para realizar un retrato de gran belleza.
-“Aquí lo tiene, espero que le guste”, dijo Darío, entregándoselo a ella.
Después de observarlo unos segundos, le dijo la mujer, “es precioso, muchas gracias”.
- “Impresionante, no sabía que tuviera una mujer modelo”, opinó su marido.
- “Pareces de un anuncio de cosméticos”, dijo la hija.
- “Mamá, estás clavada a la Barbie con unos cuantos añitos de más, lo único malo es que papá no es precisamente Ken”, dijo el hijo, echándose a reír.
- “No les hagas ni caso”, dijo la mujer a Darío, “Está fenomenal, ya verás cuando lo vean mis amigas”.
Y sin parar de hacer comentarios jocosos, se fue alejando la familia.
Darío no podía evitar estar molesto con los comentarios de los chicos, “no tienen ni idea, pero me da igual, lo único que me importa es que a ella le ha gustado”.
Había terminado otra tarde de trabajo y, mientras regresaba a su casa, intentaba convencerse a sí mismo de que había hecho un gran trabajo aunque, en el fondo, no podía evitar que le volvieran una y otra vez a la cabeza esos comentarios que tan mal le habían sentado, “tengo una mujer modelo, pareces sacada de un anuncio, pareces una Barbie…”
Poco a poco fue mezclando esos pensamientos negativos con la frase que había oído el día anterior, “no eres tú”.
¿Qué estaba pasando?¿Porqué todos decían que no veían en sus dibujos a la persona retratada? Darío estaba convencido de que era muy bueno copiando lo que veían sus ojos pero, ¿y si acaso no era así? ¿y si no era tan bueno como él pensaba? Puede que realmente fuera un dibujante mediocre, bastante menos bueno de lo que creía.
Sus pensamientos le estaban llevando poco a poco hacia un lugar oscuro, donde ya no veía nada de lo bueno que creía tener.
A quien hacer caso, ¿a todos? ¿a nadie? Estaba real mente confuso.
Entró en el salón de su casa, dejó caer las cosas y se tiró en el sofá. No tenía ganas de cenar.
“No volveré a retratar a nadie hasta que descubra si realmente valgo para esto o no”.

3.- EL AUTORRETRATO

Al día siguiente por la mañana recordó una vieja carpeta olvidada en el trastero, donde guardaba todos sus dibujos. Corrió a buscarla y cuando la abrió, le vinieron a la mente un sinfín de recuerdos y sensaciones.
Allí dormían dibujos que ni recordaba, de hacía muchos años, de cuando era un chaval. Era una carpeta que veía de muy tarde en tarde, pues no le gustaba vivir en el pasado. Pero siempre que la había abierto después de un tiempo, recordaba tener el mismo pensamiento que estaba teniendo ahora. Se olvidaba por un momento de la modestia que lo caracterizaba y se decía a sí mismo: “realmente soy bueno”.
Este pensamiento chocaba con el pesimismo con el que había vuelto el día anterior a casa. Tenía que salir de dudas, tenía que hacerse una especie de examen a sí mismo para comprobar de una vez por todas si de verdad seguía siendo un buen dibujante o por el contrario había perdido facultades. Sin embargo, no estaba dispuesto a ofrecerse a retratar a nadie hasta que estuviera seguro.
Y la única manera que había de hacer esa prueba era colocarse delante de un espejo y hacerse un autorretrato. A fin de cuentas quién mejor que él para juzgarse a sí mismo. No podía esperar más, tenía que empezar en ese mismo momento, y resolver todas las dudas que daban vueltas en su cabeza.
“Lo bueno del autorretrato es que, ni tengo que oír las opiniones de los demás, ni tengo que satisfacerme a mí mismo sacándome más guapo de lo que soy”, pensó.
Darío estaba dispuesto a dedicarle todo el tiempo del mundo a este dibujo, en eso momento era lo único que le preocupaba; y así fuero pasando las horas, como si fueran minutos. No comió, cayó la noche y Darío fue perdiendo totalmente la noción del tiempo. Tenía la sensación de que del resultado de ese dibujo iba a depender su futuro profesional y no podía pensar en otra cosa.
No tenía hambre ni sueño, pero el cansancio de sus ojos le indicaba que debía ser bien entrada la madrugada. Pensó en dejarlo hasta el día siguiente e irse a dormir, pero ya le quedaba poco para terminar y su mano no parecía estar dispuesta a parar hasta que no lo hubiera terminado del todo.
Empezaban a oírse los primeros cantos de los pájaros al amanecer, cuando Darío dio por terminado su autorretrato. Estaba satisfecho, pero tan agotado que era incapaz de verlo desde un punto de vista objetivo. “Mañana, es decir, hoy, cuando me levante, lo veré más objetivamente”, y, con las pocas fuerzas que le quedaban, llegó a la cama y se quedó profundamente dormido.
Cuando se despertó, inmediatamente se acordó de su trabajo, y fue antes de nada a verlo. Ahí estaba. No se podía negar que estaba bien, las proporciones, las distancias, las formas eran las de su cara. “Bueno, tengo que desayunar, y cuando lo termine, volveré a estudiarlo”, se obligó a sí mismo, pues hacía muchas horas que no probaba bocado.
Después de media hora, con el estómago menos vacío y la mente más despejada, volvió a contemplar su dibujo con más calma. Sí, estaba bien, técnicamente casi perfecto, se podía decir que estaba impecable… pero, había un pero, algo que no le cuadraba y que no sabía ubicar o definir.
Los ojos estaban bien, la nariz estaba correcta, la boca también bien… repasó una tras otra todas las partes del dibujo, descartando equivocaciones o fallos, y, a pesar de ello, algo no le terminaba de funcionar, y no podía explicarse qué era. Se alejaba y volvía, lo miraba desde un punto de vista y desde otro, lo movía a otro sitio con una luz diferente, le daba vueltas y más vueltas… Y cuantas más vueltas le daba, más se iba autoconvenciendo de que no le gustaba, cada vez se sentía menos identificado con él. Cansado y desilusionado, decidió meterlo en una carpeta.
Necesitaba cambiar de aires, olvidarse del dibujo, de los lápices, de las láminas… necesitaba descansar.
Guardó todos sus útiles de dibujo en un cajón. No quería verlos en una temporada, estaba hastiado…
Se puso unas zapatillas, unas bermudas y una camiseta y se fue a la calle, a andar, andar… Estuvo andando durante horas y horas. Al principio su mente no paraba de recordarle el dichoso dibujo, sus dudas, no sabía que pensar sobre él mismo.
Pasó por un parque, donde unos niños volaban sus cometas, y se quedó embelesado con sus movimientos y colores.
Llegó a un estanque, donde unos hombres maniobraban con sus pequeños barcos de vela a escala, y se paró a contemplar como se servían del viento para avanzar y trazar los giros.
Cruzó un campo y se fijó en una chica que jugaba con su perro. No recordaba haber visto una escena tan rebosante de felicidad espontánea desde hacía mucho tiempo. Sonrió.
Se tumbó en la hierba. Observó como volaban los pájaros por encima de él, cómo los aviones dividían el cielo dibujando líneas blancas, como las nubes se deshacían y difuminaban…
Cuando se levantó, miró a los lados y no vio a nadie. Debía ser la hora de comer y se había quedado sólo. Entonces se dio cuenta: se había olvidado del dibujo, había estado varias horas sin que ese tema le rondase la cabeza. Y verdaderamente no lo echaba de menos, ¡se encontraba tan a gusto!

4.- MEMORIA DE UNO MISMO

Al cambiar de posición, notó que algo le molestaba en el bolsillo trasero del pantalón. Metió la mano en él y sacó un pequeño lápiz raído y una hoja de cuaderno doblada. Seguramente los metió allí la última vez que se lo puso para tomar alguna nota, y allí se habían quedado. Sin pensar, se puso a dibujar cualquier cosa que aparecía ante sus ojos: una flor, un árbol, su otra mano…
Pero esta vez, a diferencia de lo que solía hacer habitualmente, no se esmeraba en los detalles, ni se preocupaba del resultado final. Dibujaba rápida e intuitivamente, a grandes rasgos, y, cuando creía que ya había dibujado lo esencial de ese objeto, lo dejaba y empezaba otro. No se preocupaba de retocar, ni de corregir, ni de borrar, ni de juzgar… Nunca había dibujado así, casi como un niño, sin preocuparse de la técnica, de las proporciones, del resultado…
Entonces pensó en dibujarse a sí mismo. Evidentemente no podía verse reflejado en ningún sitio, solo podía dibujar recordando su propia imagen. La idea le atemorizaba, nunca había dibujado la cara de nadie sin copiarla, le parecía muy difícil, casi imposible.
Sin embargo ese día era diferente, algo le impulsaba a probar cosas que nunca antes hubiera hecho.
Sin darle muchas más vueltas, se puso a ello. Dio la vuelta a la hoja, ya llena de dibujos por el otro lado, y empezó a dibujar rápidamente, casi sin pensar.
A cada paso, una ligera sensación de miedo le asaltaba, seguramente estaba quedando horrible, pero no le importaba.
Seguía dibujando, plasmando de la manera más directa los recuerdos que tenía de sí mismo.
Terminó mucho antes de lo que hubiera podido esperar. Sin embargo no se había dado prisa alguna. Simplemente, no se había detenido en los detalles y había ido a lo esencial.
Cogió la hoja y la alejó un poco para verla con más perspectiva. Lo que vio le sorprendió enormemente. Por un lado, no pudo evitar una sonrisa burlona; evidentemente la técnica, las proporciones, eran cualquier cosa menos perfectas. Nunca antes se hubiera permitido a sí mismo realizar un dibujo como ese.
Pero, por otro lado, había algo en aquel dibujo que le atraía y le enganchaba. No sabía que era, pero indiscutiblemente tenía algo especial. No en los ojos, ni en la boca, ni en la nariz, ni en la forma de la cara; pero tenía algo en general que le agradaba y le hacía sentirse bien.
“Sí, es cierto, no se parece mucho, no está correctamente dibujado, pero, a pesar de todo, soy yo. Indiscutiblemente tiene algo que hace que me reconozca en él con solo mirarlo”, pensó Darío.
Dejó el dibujo apoyado en el césped y se quedó mirándolo. Levantó la vista y observó a la gente que, poco a poco, había vuelto al parque.
Observó como el cálido sol anaranjado se escondía detrás de unas pequeñas nubes que iban adquiriendo un suave tono rosáceo.
Volvió a observar el dibujo. Cuando lo veía, no podía evitar tener una sensación entre alegre y reconfortante. Mirar ese dibujo le hacía sentirse bien e inevitablemente una sonrisa aparecía en sus labios.

5.- DESCUBRIENDO LA ESENCIA

Aquel atardecer le pareció muy diferente a otros. Seguramente el color del cielo, del sol, de las nubes, no sería muy diferente al de otros tantos atardeceres; sin embargo a Darío le parecía respirar una atmósfera más pura, más agradable, más serena que nunca.
“Ya se lo que es, ya se que tiene este dibujo. Creo que, por primera vez, en lugar de dibujar formas, luces, sombras, contornos, he conseguido captar la esencia de las cosas, mi propia esencia”.
Entonces empezó a verlo todo claro. Recordó como, cuando era un niño, dibujaba las cosas que veía en su mente con toda la libertad e imaginación de la que era capaz su corazón. No había límites, un perro azul con cuernos, un barco con alas posado encima de una nube verde, todo era posible.
Y, a medida que fue creciendo y descubriendo la técnica, a medida que aprendía como funcionaba la perspectiva, como las luces y sombras daban forma a los objetos, como calcular las proporciones de las cosas, a medida que esa técnica iba perfeccionando la forma de las cosas, ahora se daba cuenta que también se había ido diluyendo el fondo, la propia esencia de lo que dibujaba.
¿Merecía la pena dejar de sentir la esencia de las cosas o de las personas a costa de tener una técnica perfecta?
Y entonces comprendió aquellos comentarios de la gente que le habían sentado tan mal, “Está bien dibujado, pero no eres tú”.
Y a partir de ese día decidió que no volvería a olvidarse de esa esencia que durante tantos años había perdido de vista. ¿Qué si tuvo éxito como pintor o ganó mucho dinero con su trabajo?
A eso no os puedo responder, pero, ¿realmente tiene tanta importancia?
                                                  
FIN

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